Un genio anda suelto

 
19 noviembre, 2013
Por: Cristina Zuker
 
Diego Velázquez comparte su nombre con el pintor homónimo que desarrolló su obra durante el Renacimiento, época en la que los creadores fulgieron en las artes, las ciencias, las letras y las formas del pensamiento, y transformaron el mundo.
 
Este actor de 37 años, nacido muchos siglos después, comparte esa cosmovisión al ejercer su capacidad para intervenir y transformar; y, por su dominio del baile, el canto y la dramaturgia, se ha convertido en uno de los intérpretes más valorados de la escena actual. Hoy día protagoniza Traición, del enorme Harold Pinter, dirigido por su maestro Ciro Zorzoli y, al mismo tiempo, Vacaciones en la oscuridad, con dirección de Carlos Casella y Ana Frenkel; y las críticas coinciden en cuanto a la excelencia de sus trabajos.
 
Pinter siempre es un desafío.
 
Amo esa obra. Está entre las pocas que deseaba hacer, como el Yago de Otelo. El personaje es divino, y he trabajado mucho con Ciro Zorzoli, así que estoy feliz. Se te considera uno de los mejores intérpretes del teatro independiente. No es para tanto… Es el lugar donde me he movido siempre. Cock fue la primera experiencia en el ámbito comercial. Siempre hice teatro off u oficial.
 
¿Te costó el salto?
 
Primero, está bueno que te paguen el esfuerzo. No es un detalle menor. Por otro lado, me interesaba la obra, así como los compañeros (Sbaraglia –luego, Gil Navarro–, Wexler, D’Elía) y su director, Daniel Veronese. Eso y el rol que me tocó resultaron cosas decisivas para mí. También vino bien el capítulo en Tiempos compulsivos y lo de Televisión para la inclusión, con Patricio Contreras. Me sentí muy cómodo y fue una sorpresa porque el ámbito de trabajo era muy propicio para actuar.
 
¿Te genera curiosidad la tele?
 
Hay que saber elegir. Primero, entre una tira o un unitario y, más allá, no sabría optar entre el placer de las tablas y la caja mágica. Pero vale la pena probar, aunque no muera por ello…
 
¿Y el cine?
 
Me gusta muchísimo. Fue una alegría estar en la última película de Damián Szifrón, Relatos salvajes, con Ricardo Darín, Oscar Martínez, Darío Grandinetti y Leonardo Sbaraglia, y con un guion excelente. Hoy es el medio al que le tengo más ganas, aunque se trate de un espacio restringido.
 
Dominás todo el espectro del arte escénico, como el baile, el canto y hasta la dramaturgia.
 
Hasta ahí. Escribí en pocas ocasiones que tuvieron que ver con algún artilugio actoral. Sí he dirigido algunos espectáculos y también bailo. Hay algo de la danza que me interesa mucho: el movimiento. Cuando estaba en la Escuela de Arte Dramático, tuve una profesora que me ayudó a entender cosas de la actuación a través del trabajo físico. Me parece muy importante que el actor haga un entrenamiento corporal constante y que no sea puro raciocinio.
 
¿Y cómo vas interiorizando el trabajo actoral?
 
Para mí el personaje casi no existe. Es la lectura del espectador la que lo construye y yo no me tengo que hacer cargo de su historia. Pienso que lo fundamental es el vínculo con los compañeros y que no hay forma de escapar a eso, porque con ellos vas a pelotear. Y también es claro que con algunos me gusta más que con otros. Por distintas razones.
 
¿Desde chico pensabas que ibas a elegir esta profesión?
 
No. Dibujaba mucho y luego me empezó a interesar el cine. Armaba archivos de las películas que se estrenaban, ficheros con nombres de actores, y me imaginaba dirigiendo. También pensaba en la actuación, pensamientos medio básicos, como querer ser el protagonista o, en todo caso –me decía–, el amigo del protagonista. Quería venir a Buenos Aires a estudiar cine y, como no podía, no bien terminé el secundario, empecé Artes Visuales y Actuación. Me enganché mucho y, cuando llegué aquí, seguí con ambas cosas, hasta que ganó la actuación. Terminé en la Escuela Metropolitana de Arte Dramático y empecé a estudiar danza.
 
Vamos a tu debut.
 
Fue en el 98 con una obra de José María Muscari, Pornografía emocional. Vi un cartel sobre una audición (estaba en primer año del EMAD), fui, quedé y la hice. Me acuerdo de que la obra era un delirio, pero había un núcleo humano importante, con el que sigo trabajando, como Paula Barrientos y Fernanda Orazi, que ahora está en España. Después participé en otra con Muscari, que se llamaba Pulgarza, hasta que llegó algo importante: Tres ex, de Moro Anghileri, que hicimos en el IMPA. Fue un espectáculo muy personal. No teníamos ninguna expectativa, pero estuvimos mucho tiempo en cartel y participamos en varios festivales internacionales. Luego, hicimos Teo con Julia, con Fernanda Orazi y Paula Barrientos, también en La Fábrica*. Ensayamos dos años para hacer ocho funciones, pero fue uno de mis trabajos más reveladores, casi de orfebrería. El año 2004 fue importante porque por primera vez me convocó Ciro Zorzoli.
 
¿Ya lo conocías?
 
Había visto sus obras, y me habían gustado mucho. Ciro es mi maestro: llevamos ya cuatro espectáculos hechos. En el 2005 empecé a dar clases con él en su cátedra, como auxiliar. Cuando me lo propuso, dudé; pero su propuesta fue muy interesante: tenía que ver simplemente con ayudar al otro, y agregó que, cuando estuviera frente a los alumnos, me daría cuenta de todo lo que ya sabía y de que era hora de compartirlo. Estuvimos seis años dando clases. Pasó mucho tiempo hasta poder vivir específicamente de la actuación, ocurrió recién en el 2008 o el 2009.
 
¿A partir de Estado de ira?
 
Estado de ira fue una producción del San Martín, y tuvimos un sueldo por cinco meses. Estaba siempre lleno, con gente que venía por cuarta o quinta vez. Se estrenó en el Teatro Sarmiento y después hicimos tres temporadas en el Metropolitan. Fue sorpresivo, terminamos a sala llena e invitados a varios países.
 
Otra coincidencia importante fue el encuentro con Alejandro Tantanian, que en el 2006 me llama para una obra de David Harrower, Cuchillos en gallinas, en el San Martín. Yo no conocía a Alejandro y a partir de ahí se armó un vínculo. Después me convocó para Los sensuales, que estrenamos en 2008. Me encantó hacerlo. Luego, iba a montar en Alemania una versión de Amerika, de Kafka: la historia de un alemán al que echan de su país y los padres lo mandan a Nueva York, una especie de Alicia en el país de las maravillas. Tantanian les pidió que hubiera un actor argentino en medio del elenco estable del Teatro Nacional, y ahí fuimos. Estando allá, me propuso que les brindara entrenamiento físico a los actores y de repente me encontré dando clases en inglés, algo inesperado pero maravilloso. La obra se hacía dos veces por mes y pude viajar mucho. Di clases en Oslo, y estuvimos seis meses (dos de montaje y cuatro de funciones).
 
Después volvimos a ir para montar una versión de La ópera de los 3 centavos (N. de la R.: Kurt Weill/Bertol Brecht) y de nuevo me pidió que hiciera la coreografía. Aprovechando, se repuso Amerika, la obra de Kafka. Dos años después, hice con Alejandro Las islas, en el Alvear. Siempre fue muy generoso conmigo, y nos tenemos un gran respeto. Pocos saben que a Alejandro lo que más le gusta es cantar, y ahora que está dirigiendo un musical, Anything goes, de Cole Porter, cumple su sueño. Además, es un regalo, porque ama a Cole Porter.
 
No me hablaste de Aquaman.
 
Aquaman era uno de mis héroes predilectos. Al comienzo era muy naif, muy tonto, y para actualizarlo lo han ensuciado. Se ha convertido en una especie de dios griego con un pasado trágico. Me pareció interesante todo lo que le había pasado y me dio una excusa para hablar de ciertas cosas que tienen que ver con el paso del tiempo, la ausencia, en un ámbito tan particular como el mar –soy marplatense–, y fui armándolo.
 
Lo contaba en Mundo Marino, haciendo cuatro shows y sus intervalos para el público. Me dio grandes satisfacciones y la oportunidad de aprender mucho. Fue lo primero que hice completamente mío, aunque siempre siento mío todo lo que hago, tanto con Alejandro como con Ciro, e incluso Cock. Admito que no soy un actor muy burócrata, que se limita a hacer las cosas y nada más. No sé si en algún momento me volveré más oficinista, pero tiene que ver con la necesidad de hacer todo de la mejor manera posible. Suelo preguntarme si uno es actor o solamente trabaja de actor, como si fuera inevitable hacerlo.
 
¿Qué diferencias esenciales hay entre el teatro comercial y el off?
 
El teatro comercial es un negocio y, por más deseo que se ponga, ese es su fin último. En el off es distinto y no es una diferencia menor. Hasta Cock, siempre habían sido los directores quienes me habían convocado, pero en este caso fue el productor, que a la sazón se convierte casi en el dueño de la obra. Lo cierto es que, al ser una actividad regida por el resultado comercial, tiene sus limitaciones. En el off, el grado de riesgo es más amplio. Otra cosa que cambia mucho es el público: es muy distinto lo que busca en cada caso, a veces casi opuesto.
 
Tu amigo Juan Minujín dice que la profesión de actor es muy ególatra.
 
Es verdad. Uno está con su ego a flor de piel todo el tiempo, pero es interesante trabajar sobre eso. Primero, asumir que uno decide subir a un escenario para que lo miren, y creo que hay muchos actores que la pasan mal porque no lo asumen. Hay otro costado de ese ego que me molesta mucho y tiene que ver con la fama y los premios… Habría que volverse un poco más obrero, porque de lo contrario no está bueno. A mí me interesa trabajar con los otros y, en ese caso, el ego complica la relación. Uno no puede ignorar que esas cosas existen, pero sí aceptarlas y dejarlas reposar un poco para permitirse trabajar.
 
No soy muy fiestero. En el trabajo me siento en un estado de gracia: ensayo todo el tiempo, tengo función casi diariamente y quizás por eso soy más reposado. Hay algo del actor que me perturba y tiene que ver con la sociabilidad extrema, con la sonrisa excesivamente amable. No me lo creo y, entonces, a veces, quedo outside. Leo mucho, veo muchas películas: las obras son excusas para conocer otras cosas. En realidad, el ocio mío está marcado por la obra que estoy haciendo. Agradezco haber descubierto mi vocación y vivir de ella.
 
No puedo menos que sentirme completo. No sé si será así siempre, porque a veces me canso, como si llevara actuando mucho mucho tiempo. Tengo 37 años y muchas ganas de vivir. Tengo mucho por delante.